Fram B to B across the alphabet

Un alfabeto no es únicamente lo que afirma el diccionario, una serie de letras colocadas en cierto orden, sino que es también una guía, un itinerario, una forma de viajar que lo mismo se vale de la F de volar como de la J de saltar o la R de correr, y que, precisamente por esas características, por su rapidez y variedad, es la que más nos conviene para dar una vuelta por el País Vasco en poco más de diez folios. Vamos a empezar, pues, situándonos en la letra que representa el primer sonido, el de los babys bebés y bambinos de todo el mundo, la letra que, a pesar de todas las gramáticas, por ser la primera que pronunciamos después de nacer, debería figurar en la cabecera del alfabeto. En una palabra: vamos a situarnos en la B. O más concretamente, en la B de los vascos y en la B de Bilbao.

Estaba en Bilbao visitando a un amigo que, mientras hacía algunas gestiones, me había dejado en la sala de su casa con algunos catálogos de pintura. Inesperadamente, al abrir al azar un volumen que trataba del arte vasco, me encontré con la reproducción de un cuadro de principios de siglo cuya visión de la ciudad coincidía con la de muchos que la visitaron alguna vez o la de otros que, sin visitarla, escucharon su leyenda. El cuadro, pintado por Aurelio Arteta, no tomaba como referencia la parte antigua en forma de corazón de Bilbao, ni el ensanche burgués con sus cafés y sus tranvías, ni los caseríos supervivientes en las verdes montañas que la rodean, sino un barrio proletario de las afueras, uno de los muchos cargaderos de mineral que se instalaron cerca de las minas de hierro para su transporte posterior por mar. El cuadro, más que rojo, parecía oxidado, como si también él hubiese sido pintado con alguna sustancia férrea, y mostraba, además de unas casas y una chimenea industrial, una barcaza, un caballo blanco y la figura de un hombre puesto de espaldas. La historia que contaba, la que hubiese contado de ser un cuento y no una pintura, podría haber empezado con estas palabras: "En un barrio proletario, hombre apoyado en la baranda de un puente metálico observaba al caballo blanco que, después de arrastrar el carro de mineral, se reponía bebiendo agua en el río. Enseguida, su atención se desvió del animal a la barcaza que acababa de pasar bajo el puente…". Pero no, no era un cuento, sino una pintura titulada "Puente de Burceña", y los dos únicos seres vivos que figuraban en ella, el hombre y el caballo, provocaban una emoción muy difícil de describir con palabras.

"El hierro ha marcado el destino de esta ciudad", pensé. "Siempre formó parte de la vida de la ciudad, y hasta el mismísimo Shakespeare alabó el acero de las espadas que se hacían en la ciudad y en su entorno, Vizcaya. Pero cuando, hacia 1850, Henry Bessemer descubrió la forma de producir acero a partir del hierro no fosfórico -la clase de hierro que abundaba en las minas vizcaínas - la producción se volvió masiva y produjo una gran transformación, la llamada Revolución Industrial. A partir de entonces, Bilbao se asoció a ciudades como Glasgow y Manchester, y tomó un cierto aire inglés. Había sido antes una villa comercial y marítima, con calles que olían a bacalao y balcones en los que de vez en cuando se oía el chillido de un loro de Brasil o de Cuba, pero en adelante la historia sería otra".

No fueron los pintores como Arteta los únicos en dar fe de aquel cambio, sino que lo mismo hizo, como cabía esperar, la literatura. Bertold Brecht, por ejemplo, escribió aquello de qué bonita qué bonita qué bonita es la luna de Bilbao, la ciudad más bella del continente, apreciación que se debía sobre todo a la hermosura de la luchas obreras que tenían lugar en la ciudad y al empuje del socialismo vasco. Por su parte, Blaise Cendrars, la describió como una ciudad expresionista que acababa tomando formas cubistas, en tanto que el novelista Pio Baroja, sin tanta complacencia, la definió diciendo que era, toda ella, una factoría. Los tiempos en que los barcos de los comerciantes flamencos llegaban hasta el viejo puente de San Antón por una ría de aguas claras y limpias quedaban lejos. El agua tenía ahora, como en el cuadro de Arteta, el color del óxido, aunque en ciertos atardeceres aquel óxido pareciera tener el color del metal que, gracias precisamente al hierro y a la industria, ya había empezado a circular por la ciudad, el color del oro.

Cerré el libro que tenía entre las manos y, tras aquella incursión en la A de Arteta, volví a la B en la que me encontraba, la B del Bilbao de finales del siglo XX. Desde la ventana de la sala veía la nueva ciudad, el resultado de casi cien años de trabajo y lucha, con casas y barrios que ya no cabían en el valle y ocupaban los flancos de las montañas, un paisaje en el que la parte antigua -el famoso corazón- quedaba casi borrado y en el que los puentes, los de piedra y los de hierro o aluminio, parecían unir no sólo las dos orillas de la ría, sino también dos épocas. Aunque, para ser más exactos, lo que más unía, lo que mejor empastaba las dos épocas, eran las mujeres, hombres y niños que en aquel momento, primeras horas de la mañana, cruzaban aquellos puentes, los descendientes de gente que, desde el resto del País Vasco y desde Castilla, sobre todo, había venido a trabajar a Bilbao. Sin embargo, no todo era progreso, no todo era abundancia. Había cosas que faltaban. ¿Dónde estaban, por ejemplo, los famosos Altos Hornos? ¿Dónde los astilleros que habían empleado a miles y miles de obreros? Pues únicamente en los cuadros y en las fotografías de los artistas que, como Aliseda, Ortiz de Elguea y Fidel Raso, habían querido recoger la última colada o la construcción del último barco. De ahí que lo que estaba viendo era también el paisaje de después de una crisis, lo que había sobrevivido a la reconversión industrial de los ochenta.

"Que haces? me dijo mi amigo entrando en la casa. Le respondí que estaba pensando, que trataba de imaginas lo que sería la ciudad a partir del año 2000, después de todos los cambios y crisis. "Yo sólo me preocupo por el presente", afirmó mi amigo. "Lo único que quiero saber ahora es en qué bar tomaremos el aperitivo". Le dije que el tema me parecía muy interesante, pero que yo ya no podía seguir en la B, ni siquiera en la B de Bar. Debía salir de la ciudad y recorrer el país. "¿Cómo lo vas a hacer?", me preguntó él. "Tengo que recurrir a la C", le dije, "así que iré en coche".

Cuando se viaja por el alfabeto nunca suele haber problemas de tráfico o de accidentes, y llegué a mi siguiente destino, la D de Dima, en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo. Una vez allí, salí de la C y me puse a pasear. Allí estaba Dima, uno de los mil pueblos que llenan el mapa del páis de puntos y puntitos, de topónimos como Asteasu, Zizurkil, Andoain, Durango, Ondarroa, Zalduondo, Baraibar, Galarreta, Donibane Garazi, Otxagabia, Markina y muchos, muchísimos, otros.

El viajero que se aleja de los valles más anchos del País Vasco y penetra, por carreteras estrechas y sinuosas, a otros más diminutos, tiene la impresión de haber atravesado una línea temporal y estar en otro mundo. Viajando hacia Dima, yo no vi, durante bastantes kilómetros, sino fábricas y aglomeraciones urbanas, iguales en todo a las de la periferia industrial de Bilbao; pero, de pronto, la carretera se hizo más estrecha y el paisaje cambió. Lo que yo ahora tenía delante era un erizo aplastado por un coche, o era un rebaño de ovejas comiendo hierba, o era una casa aislada rodeada de árboles frutales o por un bosque. Luego, una vez en el pueblo, observé por fin la forma urbanística que, a pesar de ser la tradicional y la más extendida por todo el páis, no había podido contemplar durante el recorrido. Efectivamente, el crecimiento de la población no había desfigurado a Dima. Tenía su iglesia -del siglo XVI-, su plaza y su calle mayor. Sus 1040 habitantes vivían en ese núcleo y en los diminutos barrios repartidos por las colinas. ¿Todos campesinos? En absoluto. En el País Vasco ya casi no quedan campesinos. Incluso los que viven en los baserri o caseríos reparten su jornada laboral entre alguna fábrica cercana y el cuidado del ganado.

Después de visitar la iglesia y recorrer sus calles, decidí hacer una visita a la ball court del pueblo, es decir al frontón. Me acerqué donde un grupo de niños y les pregunté por su situación: Aizue, mesedez, non dago herri honetan frontoia? Ellos levantaron la mano y me señalaron una zona arbolada: Han. Caí entonces en la cuenta de que no podía ir a la F sin antes pasar por la E, es decir, que debía hablar de la primera lengua de los vascos, es decir, del Euskera.

Como quizás muchos sepan, la mayor parte de las lenguas que hoy se hablan en Europa provienen del antiguo indoeuropeo. Sin embargo, no ocurre así con el euskera, que sobrevivió a aquella lengua y también a las que luego fueron dominantes, al celta y al latín, conservando unas características tan genuínas que muchos, al escucharla, encuentran más que justificado aquel juicio dictado por el viajero renacentista Scaliger: "They say that they understand one another, but I don?t believe it". Como cabía esperar, esta rareza atrajo la atención de grandes lingüistas, desde Humboldt hasta Vinson o Schuchardt, y provocó asimismo el nacimiento de numerosas leyendas sobre su origen. ¿Había sido el euskera la lengua hablada por los habitantes de la desaparecida Atlántida, como defendía Donnally? ¿No eran notables sus coincidencias con las lenguas caucásicas o bereberes?

Pero no sólo hubo teorías y leyendas, también hubo poemas como éste que coloco aquí, en esta E, por ser el último de los que se han escrito sobre el tema.

We speak a strange language. Its verbs,
the structure of its relative clauses,
the words it uses to designate ancient things
-rivers, plants, birds-
have no sisters anywhere on Earth.
A house is etxe, a bee erle, death heriotz.
The sun of the long winters we call eguzki or eki;
the sun of the sweet, rainy springs is also
- as you?d expect - called eguzki or eki
(it?s a strange language but not that strange).

Born, they say, in the megalithic age,
it survived, this stubborn language, by withdrawing,
by hiding away like a hedgehog in a place,
which, thanks to the traces it left behind there,
the world named the Basque Country or Euskal Herria.
Yet its isolation could never have been absolute
- cat is katu, pipe is pipa, logic is lojika-
rather, as the prince of detectives would have said,
the hedgehog, my dear Watson, crept out of its hiding place
( to visit, above all, Rome and all its progeny).

The language of a tiny nation, so small
you cannot even find it on the map,
it never strolled in the gardens of the Court
or past the marble statues of government buildings;
in four centuries it produced only a hundred books…
the first in 1545; the most important in 1643;
the Calvinist New Testament in 1571;
the complete Catholic Bible around 1860.
Its sleep was long, its bibliography brief
(but in the twentieth century the hedgehog awoke).

Los lingüistas habían profetizado la lengua desparecería a mitades del siglo XX, pero, como dice el poema, el erizo despertó y los malos augurios no se cumplieron. Hoy en día, el porcentaje de vascos que la utilizan diariamente sobrepasa el veinticinco por ciento de la población -unas setecientas mil personas -, y se tiene la impresión de que en menos de cincuenta años la mayor parte de la sociedad será bilingüe. Sí al menos en la parte española, en Euskadi y en Navarra, donde los ciudadanos cuentan con sendos gobiernos autónomos y donde, ahora mismo, en 1997, la lengua es oficial; no así en las tres pequeñas provincias vascas de Francia, donde la lengua carece prácticamente de apoyos oficiales.

Hauxe da frontoia -"éste es el frontón" - me dijo uno de los niños de Dima después de haberme guiado hasta la arboleda donde, efectivamente, estaba la cancha donde se juega a las diferentes modalidades de la pelota vasca. Así pues, avancé un paso y entré en el territorio de la F con decisión.

El frontón, nuestro ball court, es generalmente una construcción que cuenta con dos paredes verticales en ángulo recto, las cuales delimitan un espacio hábil de treinta o más metros de largo y unos diez de ancho. No sirve únicamente para la práctica de deporte, sino para todo tipo de celebraciones, desde las festivas a las políticas, y es por ello el cuarto elemento de todo pueblo vasco, tan importante o más que la iglesia, la plaza y la calle mayor. El día que yo llegué a Dima -era día de fiesta- había una sesión de los llamados bertsolari o improvisadores, unos cantantes especiales que dialogan entre ellos construyendo estrofas con finales que, en el mejor de los casos, provocan el regocijo del público. En épocas anteriores, ocuparon -como los goliardos y ciertos trovadores -el espacio a la vez dulce y amargo de los que, perteneciendo a una capa marginal de la sociedad, podían sin embargo permitirse el lujo de decir la verdad y satirizar al prójimo. Hoy en día, sin embargo, los bertsolari son en general profesionales que -como los que vi en Dima aquel día- hacen giras y graban discos, recibiendo a menudo el trato de estrellas.

Tenía que seguir con mi vuelta al País Vasco, y me dispuse a volver al coche. Pero, justo en el momento que iba a salir del frontón escuché la voz de la F, que me decía en inglés: "don?t forget it, don?t forget it". Me quedé parado. ¿Qué era lo que no debía olvidar? La F me envió entonces un poco de fuerza, y logré recordar. Efectivamente, había una última información sobre los ball courts que no podía callar: que el nombre que se les da en Estados Unidos y en otras partes del mundo, Jai Alai, es una expresión vasca que significa "fiesta alegre". "Fine! dijo entonces la F, y yo quedé libre pasa marcharme de allí en dirección a la G, una G que no podía ser otra que la de Guernica o Gernika.

Oak of Guernica

Oak of Guernica! Tree of holier power
Than that which in Dodona did enshrine
( So faith too fondly deemed ) a voice divine
Heard from the depths of its aerial bower -
How canst thou flourish at this blighting hour?
What hope, what joy can sunshine bring to thee,
Or the soft breezes from the Atlantic sea,
The dews of morn, or April?s tender shower?
Stroke merciful and welcome would that be
Which should extend thy branches on the ground,
If never more within their shady round
Those lofty-minded Lawgivers shall meet,
Peasant and lord, in their appointed seat,
Guardians of Biscay?s ancient liberty.

A pocos kilometros de Bilbao, Gernika fue desde siempre el símbolo de la democracia y las libertades vascas, porque allí, bajo el famoso árbol, se reunían los representantes de los pueblos y valles para decidir sobre las cuestiones públicas. Su fama era ya grande en siglos pasados, como demuestra el poema de Wordsworth que acabo de transcribir; pero cuando, el 26 de Abril de 1937, la aviación nazi bombardeó la villa siguiendo las instrucciones del General Franco, su nombre, gracias sobre todo al cuadro de Picasso, se volvió universal.

Cabría hacer ahora una pregunta: ¿Y para los propios vascos? ¿Qué supone Guernica para los vascos de hoy?

Si las piezas de la realidad pudieran encajar como las de un puzzle, si los hechos pudieran moldearse como la arcilla y no tuvieran su dureza y solidez características, yo podría decir ahora que el nombre de Gernika siguió siendo sagrado para los vascos. Sin embargo, no voy a contar esa media verdad, y voy a esforzarme en explicar -muy brevemente, con la ayuda de la H y de la I - lo que realmente ocurrió.

Empezando por el final, por la I, lo primero que ocurrió fue una iraultza, es decir, una revolución. Presionados por la dictadura, forzados por unas situación en la que, entre muchas otras cosas, se prohibía hablar euskera en lugares públicos, un cierto sector de la juventud vasca de los años cincuenta y sesenta comenzó a adoptar actitudes que poco tenían que ver con la de los movimientos políticos de antes de la guerra, fueran éstos nacionalistas o socialistas. Cuando cristalizaron, dieron lugar al nacimiento de una infinidad de grupos y grupúsculos de extrema izquierda, y luego además, en el ámbito estrictamente cultural, a un cambio que afectaría a la lengua y hasta al nombre del propio país. La historia de Gernika pasó entonces a segundo plano, porque era justamento eso, historia, y porque existía ya otra generación que se consideraba protagonista incluso en el sufrimiento. Un panfleto publicado en el año 1968 por la organización ETA puede servir de ejemplo. Decía aquel panfleto:

1968 ha sido un año de lucha y de concienciación del Pueblo Vasco. Hemos sido ametrallados en Murélaga y en plena calle de Bilbao. Nos han torturado hasta decir basta. El "Orden y la Ley", pistola y metralleta en mano, ha entrado a saco en conventos e iglesias. Sacerdotes del Pueblo Vasco multados, maltratados y encarcelados. Hemos sido condenados a muerte. Hemos sido asesinados. Estamos en "Estado de Excepción", cercano al "Estado de Sitio". El próximo estado sera el "Estado de Guerra".

En este comenzar de 1969, continuidad de años anteriores en la lucha diaria del Pueblo Vasco, nos acercamos más a la liberación. Los hechos diarios en Euskadi se siguen sumando uno encima del otro. Todo vasco cocienciado sabe cuál será la culminación de estos hechos: Liberación nacional. Estado Vasco. Euskadi Euskaldun. Euskadi Socialista. Quien piense engañar al Pueblo Vasco a base de pequeñas concesiones (concierto económico, regionalización, autonomía…) se equivoca. El pueblo vasco desea y lucha por su primera necesidad actual: Liberación Nacional y Estado Vasco."

Se seguía cantando todavía el himno antiguo, el Gernikako Arbola -"The tree of Guernica"-, pero las canciones y poemas que resonaban en los oídos de los jóvenes eran otros, eran poemas como el titulado Nire aitaren etxea - "The house of my father"- de Gabriel Aresti:

I shall defend
the house of my father
against wolfs
against droughts
against usury
against justice
I shall defend
the house
of my father.
I shall lose
cattle
orchards
pine woods
I shall lose
interests
incomes
dividends,
but I shall defend the house of my father.
They will take away my weapons,
and with my hands I shall defend
the house of my father;
they will cut off my hands
and with my arms I shall defend
the house of my father;
They will leave me
without arms,
without shoulders,
without chest,
and with my hands I shall defend
the house of my father.
I shall die,
my soul will be lost,
my progeny will be lost,
but the house of my father
will still stand
upright.

Los países con tradición católica - lo pensaba mientras me alejaba de Guernica en mi C - suelen ser blandos ante la épica, tanto más cuando, como en el caso de los vascos, las ideas religiosas se mezclan con las historias románticas del XIX. A nadie debe extrañar, por lo tanto, que el tono empleado tanto por los poetas como por los redactores de panfletos marcara aquellos años, los sesenta y los setenta. El blanco y el negro - la épica carece de matices - se impusieron en la vida diaria, y se pensó que había que cambiarlo todo. Y, naturalmente, algunas cosas cambiaron. Por ejemplo -por citar las que en mi opinión fueron positivas - la lengua, que empezó a escribirse y a ser utilizada de otra manera, y que provocó una auténtica lucha entre los escritores de la época de Guernica y los más jóvenes, la llamada guerra de la H. Por ejemplo, también, el nombre político del país, que pasó de llamarse Euzkadi con Z a llamarse Euskadi con S. Para que el vértigo no fuera total, el nombre tradicional, cotidiano, cultural, del País Vasco, Euskal Herria, no cambió.

Por un momento, mientras guiaba mi coche hacia la autopista, intenté reflexionar sobre la situación actual del país. ¿Había cambiado la situación? ¿Hasta qué punto seguíamos anclados en los años sesenta y setenta? Antes de que tuviera tiempo de responderme, un joven que caminaba por la carretera me hizo señas de que me detuviera.

"Me llamo Jhon, y soy de Jefferson. ¿Podría llevarme?", me dijo el joven cuando detuve mi C. Comprendí que ya estaba en la zona de la J. Asentí con la cabeza, y le abrí la puerta.

"¿Por dónde anda Jesse James?", me preguntó John nada más entrar. Luego, viendo que no le entendía, me aclaró que se refería a los Jesse James del País Vasco, a la gente de la organización ETA. "Me habían dicho que este era un país tremendamente conflictivo, pero yo lo encuentro todo muy tranquilo. Tendría que ver usted los fines de semana de Jefferson".

Pensé que ya tenía la respuesta a la pregunta que me había hecho antes de recogerle. No, el espíritu de los años sesenta y setenta no había desaparecido. Sólo que ahora ya no era un sueño - un aspecto de la lucha contra la dictadura -, sino una pesadilla, un grupo pura y tristemente terrorista. Claro que, al ser su actividad de las denominadas de intensidad baja, la vida cotidiana no se veía demasiado afectada; pero, de todos modos, allí estaba siempre, como una K.

Le expliqué a Jhon lo que acababa de pensar y le pregunté por su destino. "Quiero visitar algunos lugares", me dijo. "Por ejemplo, el pueblo donde nació el fundador de los jesuitas, Iñigo de Loyola".

"Pues si era de Loyola, tendremos que ir a Loyola", le respondí. Ventajas del alfabeto, al instante siguiente ya estábamos allí.

Escribe Eduardo Artamendi, autor del extraordinario libro "La sombra de Roma", que la figura del santo, nacido en 1491 en el valle menos romanizado del País Vasco, resume en sí misma el proceso de urbanización y adopción de la cultura greco-romana que conoció la región entre los siglos XIII y XV. "Como bárbaro voluntariamente convertido que era", escribe Artamendi, "Iñigo de Loyola llegó a conocer perfectamente todas las posibilidades de convicción contenidas en la cultura que adoptó, poniéndolas en práctica con mucho más rigor y consecuencia que los propios civilizados viejos. Por esa razón -para pena de unos y contento de otros - puede hoy decirse que su obra intelectual, el jesuitismo, es verdaderamente una aportación netamente vasca, quizá la única, a la cultura universal".

"Muy bien, gracias por la información. Pero, ¿quién construyó este edificio?", me preguntó Jhon contemplando el enorme santuario que hoy se levanta en el mismo lugar donde nació el santo. Siempre con el libro de Artamendi en la mano, le respondí que la construcción la habían llevado a cabo maestros y artesanos de la tierra, pero que su concepción se debía en todo al arquitecto romano Carlo Fontana, discípulo y sucesor de Bernini. "Para muchos este edificio de finales del XVII representa el summun de la arquitectura barroca en España", terminé.

Estuvimos paseando por el edificio y visitamos la biblioteca que, después de muchos trabajos, se acababa de inaugurar. Luego - no sólo de espíritu vive el hombre- fuimos a comer a uno de los restaurantes de la zona.

"Me ha dicho que piensa pasarse todo el día viajando en la C. ¿Piensa ir a Arantzazu?", me preguntó mi amigo de Jefferson cuando estábamos en los postres. Se refería a otro monasterio muy famoso en el País Vasco, el de los franciscanos, una construcción moderna de Sáenz de Oiza en la que también intervinieron Laorga, Chillida, Oteiza, Basterretxea, Muñoz, Eulate, Egaña y otros artistas.

"Lo siento", le dije a Jhon. "Estoy siguiendo un itinerario alfabético, y no puedo volver atrás".

"¿Ha pasado por la P?", me preguntó él.

"Claro que no. Estamos en Loyola", le respondí.

"Entonces, lléveme a Pamplona. Como todos los americanos, quiero conocer la ciudad que Heminway describió en Fiesta"

Le respondí que de acuerdo, que aquella dirección me convenía, y salimos hacia nuestro destino por una carretera secundaria que entraba en la N de Navarra -nombre de la provincia - por la L del bellísimo pueblo de Lesaka. Estábamos a punto de llegar allí cuando mi acompañante, más informado de lo que yo creía, me preguntó por la montaña de los cromlech donde el escultor Oteiza había colocado una escultura.

"Es justo ahí, detrás de ese bosquecillo. El lugar se llama Aguiña", le dije. Luego, aprovechando que estábamos en la L, busqué en la biblioteca que llevaba en la C y le saqué el libro de Oteiza "Quosque tandem.!". Había allí un párrafo que venía bien al caso.

"Los cromlech más humildes y que el arqueólogo anota casi por compromiso, sin atreverse a darles importancia especial, están precisamente en el monte Aguiña. Son unas pequeñas piedras que dibujan un círculo muy íntimo, muy pequeño, de dos a cinco metros de diámetro, y que no tienen nada dentro."

Le expliqué a John que, si lo entendía bien, la escultura que interesaba a Oteiza era la que se hacía quitando cosas, no añadiéndolas, y que por eso le habían impresionado tanto los cromlech, porque eran espacios desocupados, idénticos en cierta manera a los hoyos que él confesaba haber hecho de niño en la playa para tumbarse dentro y contemplar desde aquel refugio, sin estorbos, el cielo. "Un día", escribe Oteiza, "delante de uno de esos pequeños cromlech en el alto de Aguiña, preocupado por entenderlo, pensé en mi desocupación del espacio y repentinamente comprendí todo lo que aquel círculo vacío significaba. No sería fácil medir mi emoción al usar aquel cromlech, aquella estatua que durante tantos siglos no había vuelto a ser utilizada. Coincidía con el propósito espiritual del escultor prehistórico de estos cromlech. Era exactamente mi escultura…"

Imitando lo que una vez había hecho Oteiza, nos sentamos dentro de uno de los cromlech y dejamos que nuestra mente volara un poco. Pensé que, tal como indicaba aquel lugar -dedicado al Padre Donostia, el autor de la mejor antología de canciones populares vascas -, una buena parte de los artistas del país habían intentado conjugar vanguardia artística y tradición. "Algo que han hecho muchos artistas de este siglo", le comenté a Jhon, "aunque en otros lugares esa actitud no haya tenido quizás la significación cultural y política que aquí sí ha tenido."

Volvimos al coche y, un segundo después, ya estábamos en Pamplona -Iruña, en euskera - una ciudad famosa por sus fiestas de San Fermín y por la novela de Hemingway, pero que no sólo es eso. "¿No?" ¿Y qué más es?", me preguntó John. "Haz una encuesta entre la gente y lo sabrás", le dije, y enseguida se puso a ello. "Es el centro mundial de la más influyente institución católica de nuestros días, el Opus Dei", le dijo una P con aspecto de sociólogo. "Es la capital del viejo Reino de Navarra, el único marco político que históricamente ha acogido a todos los vascos", le informó una P con barba.

"¿Y para ti? ¿Qué es Pamplona para ti?", me preguntó Jhon después de dar un paseo por las murallas de la ciudad. "El lugar donde vamos a cambiar de medio de transporte", le respondí. "Se me están acabando los folios, y es necesario que sigamos adelante aún más rápido que hasta ahora".

"¿Qué vamos a hacer?", me preguntó.

"Vamos a dejar la C de coche y vamos a montarnos en la P de avión. Está hecha de papel y plástico, pero como las distancias son aquí tan cortas, nos servirá".

"¿Qué nombre le pondremos al avión?".

"Mitxelena", le dije. "Primero, porque viniendo hacia aquí nos hemos saltado la M, y segundo porque así se llamaba el lingüista que dirigió con mano maestra la renovación de la lengua vasca"

"Pues a mí me gusta más la siguiente letra. Yo le llamaría Q. Simplemente Q"

Me pareció que aquel joven de Jefferson era bastante testarudo, y tomé una decisión salomónica.

"Entonces, le llamaremos Mitxelena Q". Un instante después despegábamos rumbo a la zona de los vinos, a la R de la Rioja. A la R de la bodega de Remelluri, más concretamente. Pero, antes de llegar, desvié nuestro Mitxelena Q y sobrevolé la casa familiar de los Baroja. "¿Ves esa casa?", le dije a Jhon. "Se llama Itzea, y en ella vivieron el escritor Pio Baroja, su hermano el pintor Ricardo y el antropólogo Julio Caro Baroja, sobrino de ambos. Y la historia continúa, porque otro miembro de la familia, también llamado Pio, acaba de publicar varios libros".

John me indicó con un gesto que nunca había oído hablar de aquella familia. "Pues has de saber que Pío Baroja publicó tres libros en Estados Unidos, y que fue admirado por Hemingway y Dos Passos. Según he leído, entre los libros que Hemingway solía llevar en su yate "Pilar" había uno de Don Pío".

Pero ya estábamos aterrizando a Remelluri, un lugar que los días de sol parece italiano, y los días de lluvia vasco. Además de viñedos, hay allí también cuevas de antiguos ermitaños, un dolmen y una ermita pequeña y antigua. "Mirad quién está aquí", nos dijo el anfitrión, Jaime Rodriguez, después de habernos ofrecido un vino que a John le había cambiado los colores. Se refería al pintor Vicente Ameztoy, que se encontraba allí pasando una temporada y terminando de pintar un cuadro dedicado a la figura de San Sebastián. "Es para la ermita", nos dijo con cierta picardía. Alertado por su tono, me fijé en lo que había pintado y reparé en que el santo tenía la marca de la camiseta en la piel. "Es que se le olvidó quitársela antes de tomar el sol", me explico Ameztoy. Luego hablamos de todo un poco, y sobre todo, para eso están las reuniones, para hablar de los de los amigos y de los no tan amigos: de los pintores Ruiz Balerdi y Ramos Uranga, de Mieg y de Goenaga, de Arsuaga y de Urzay, de Marta Cárdenas, Mari Puri Herrero y Ricardo Toja, de Gortazar y Mertxe Olabe, de Nagel y Zumeta. Y también hablamos de escultores, de Koldo Jauregi, Angel Bados, Pello Irazu y Txomin Badiola Y luego les llegó el turno a los músicos, a Mikel Laboa y Ruper ordorika, a Juan Carlos Pérez y Javier Muguruza…

Nos hubiera gustado seguir allí charlando y bebiendo, pero nos era imposible. Teníamos que coger el Mitxelena Q y volar hacia la S, es decir, hacia la ciudad vasca que se llama igual que el santo, San Sebastián, la más francesa de las ciudades vascas, la de las tres playas. "Una visita rápida", le dije a John cuando ya nos colocamos sobre la ciudad. "Está anocheciendo y debo volver a la B de Bilbao. ¿Dónde quieres que aterrice?".

"En el sitio donde están las esculturas de Chillida", me respondió él confirmando mi impresión de que conocía bien la escultura vasca. Accedí a sus deseos y posé el avión en el dique donde, expuestas al mar, sobresaliendo de las rocas, están las tres esculturas de Chillida, tres que son una y reciben el nombre de "El peine de los vientos".

"Yo creo que este escultor fue, en una vida anterior, artista japonés o monje tibetano. Luego se reencarnó como vasco, pasó por París y empezó a trabajar con el hierro. El resultado son estas esculturas tan hermosas".

Eran las palabras de un visitante, y yo estaba completamente de acuerdo con ellas.

"Es un lugar muy bonito", dijo John. Miraba alternativamente al mar, a la ciudad y a las esculturas.

"Si te quieres quedar aquí, por mí no hay problema."

Nos despedimos allí mismo y, muy escaso ya de tiempo y de folios, puse rumbo a Bilbao. Durante el viaje, al pasar por la V de Vitoria-Gasteiz -la ciudad que a mí más me gusta del País Vasco, el paraíso de los peatones - recordé que allí, en su universidad, un investigador llamado Palacios había encontrado un escrito inédito de Rousseau, un breve texto sobre la educación que el filósofo había enviado a su amigo el ilustrado vasco Altuna, "el hombre más tolerante que él había conocido", según escribe en las "Confesiones". Al hilo de ese recuerdo, ayudado también por el balanceo del Mitxelena Q, comencé a divagar, y por mi mente pasaron todas las letras anteriores y muchas más, y pensé de nuevo en la situación actual, y en las incógnitas - x, y, z - que todavía no se han despejado en nuestro país y en el mundo. Me di cuenta entonces que me había saltado la T, y que en esa letra había un poema, Trikua, - "The hedgehog - que yo había escrito tiempo atrás y que reflejaba, quizás, el miedo a las incógnitas.

The hedgehog

The hedgehog wakes up at last in his nest of dry leaves,
and all the words in his language rush into his mind:
they come to more or less twenty-seven, including verbs.

Then he thinks: the winter has ended,
I am a hedgehog, Two eagles are flying overhead;
Frog, Snail, Spider, Worm, Insect,
Where on the mountain are you hiding?
Over there is the river, This is my territory, I am hungry.

And he thinks again: This is my territory, I am hungry,
Frog, Snail, Spider, Worm, Insect,
Where on the mountain are you hiding?

He stays quite still, however, just like another dry leaf,
for it is midday and an ancient law forbids
contact with eagles, sun and blue skies.

Eventually nihgt falls, the eagles disappear and the hedgehog
- Frog, Snail, Spider, Worm, Insect -
leaves the river and walks up the side of the mountain,
as confident in his spines
as any warrior with his shield in Sparta or in Corinth;
and suddenly he crosses the border, the line
that separates the earth and the grass from the new road;
with one step he enters your time and mine,
and, since his dictionary of the universe
has not been corrected or updated
in the last seven thousand years,
he does not recognise the lights of our car,
and does not even realise that he is going to die.

Había aterrizado con el Mitxelena Q en uno de los puentes de Bilbao, y miraba ahora - apoyado en la barandilla, como el personaje del cuadro de Aurelio Arteta que citaba al principio - hacia el río. No, no era la misma ciudad de antes. Había habido, o se estaba produciendo, un cambio, y lo que yo ahora veía no era un caballo blanco bebiendo agua casi oxidada, sino el edificio del nuevo museo, un edificio que recogía la redonda luz de la luna. "Qué bonita, qué bonita, qué bonita es la luna de Bilbao, la ciudad más bella del continente", pensé "¡Qué edificio tan bonito!"pensé a continuación poniéndome a caminar hacia casa, fuera ya del alfabeto.

Bernardo Atxaga