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Extraño incidente verde

09-11-2016  ¦  Bernardo Atxaga

Ocurrió un día de verano. Fui a abrir la puerta de casa y observé que en la cerradura, cruzándola en diagonal, había una hierba de tallo grueso y color verde fosforescente. La Mano anduvo muy rápida, y quiso tomarla entre sus dedos; pero, al primer contacto, la hierba verde fosforescente adquirió la forma de un gancho. La Mano optó por retirarse, y dejar que fuera La Cabeza quien se hiciera cargo de la situación. “¡Qué hierba más rara!”, exclamó ésta. Aquello no aclaraba las cosas, pero La Mano, impaciente, volvió donde la hierba verde fosforescente y se situó a unos dos centímetros de ella. “Anda con cuidado”, le aconsejo La Cabeza.

Durante un rato no hubo nada, como si el tiempo se hubiese detenido y La Mano, La Cabeza y la hierba verde fosforescente en forma de gancho compusieran una instalación artística. Pero todo volvió pronto a su ser. La Mano y la Cabeza retrocedieron a su posición inicial; la hierba verde fosforescente se enderezó. “Debe de ser un insecto”, dijo La Cabeza con el tono pensativo que, en general, caracteriza a las cabezas. “Es muy grande, ¿no?”, se preguntó La Mano midiendo al probable insecto con los dedos. Venía a medir lo que el más largo de ellos, el llamado “corazón”.

Sobrevino un cambio perturbador. Del extremo de la hierba verde fosforescente –posible insecto –, emergió una cabecita afilada y brillante. Parecía la de una serpiente de miniatura, con su boquita rasgada y sus ojos abultados. Lentamente, la cabecita se giró hacia nosotros, es decir, hacia La Mano, La Cabeza, hacia mi mismo, Coordinador General de todo el asunto.

Ante el sobresalto de La Mano, la Cabeza adquirió el tono profesoral de los diccionarios, y dijo: “No temas. Se trata de una mantis, de la familia Mantidae, originaria del sur de Europa. No es un insecto venenoso. A la hora de cazar se vale de sus patas delanteras, que son espinosas y normalmente están provistas de espinas. Sujeta con ellas a las presas y se las come vivas. En general, las hembras son más fuertes y agresivas que los machos, y hay veces en que acaban comiéndose a su pareja durante o después del apareamiento, empezando por la cabeza”.

La Mano escuchó las explicaciones de La Cabeza y se quedó quietecita. Por decirlo así, quería a todos sus dedos por igual, y no quería perder ni un ápice de ninguno. La Cabeza se puso filológica: “Este insecto tiene nombres curiosos. En castellano le se llama “santateresa”, porque, por sus patas delanteras recogidas, parece estar rezando; en lengua vasca, “sirrina-pantika”; en catalán…

Abandoné aquella digresión y fui corriendo hasta la cocina en busca de un recipiente de plástico que suelo utilizar para guardar las salsas. Diez segundos después, de nuevo junto a la puerta, La Mano hizo su trabajo. La hierba verde fosforescente, la Mantis, quedó prisionera.

Coloqué el recipiente-cárcel sobre la mesa de la cocina y me senté frente a la mantis con un café. “La verdad, vuestras espinosas patas delanteras son muy fuertes”, dijo La Cabeza, abriendo el diálogo. La prisionera giró su cabecita repetidamente, hacia la derecha y hacia la izquierda. No aceptaba mi afirmación. “No son tan fuertes”, venía a decir. “Si lo fueran rompería estas paredes de plástico y escaparía”. La Cabeza cambió de tema.“Recuerdo que un día visité a un pintor en su estudio –dijo–. Tenía a una de tu especie como te tengo yo ahora, metida en un recipiente, y de vez en cuando echaba allí una araña. Era impresionante ver qué poco tardaba tu compañera en comérsela viva”.

La Mano parecía nerviosa. Levantaba la taza de café y me la llevaba a los labios continuamente. Por su parte, la Mantis movía lentamente la cabecita, indagando. “No busco la libertad, busco una salida”, dijo, citando a Kafka. La Cabeza seguía con sus recuerdos: “Aquel día el pintor me habló de un libro de Dalí, según el cual el verdadero motivo del “Angelus” de Millet es la sexualidad caníbal. La mujer que está rezando es, en realidad, de tu especie. Quiere devorar al hombre que está con ella, al de la carretilla”.

La Mano tuvo una reacción inesperada. Agarró el recipiente de plástico, y lo arrojó por la ventana de la cocina hacia la zona del jardín donde, en aquel momento, dormitaban los dos perros de la casa.

Cinco minutos después el recipiente estaba marcado por los mordiscos, y la hierba verde fosforescente, la mantis, yacía muerta junto a la otra hierba, la que carece de cabecita. Una pena, porque nuestra conversación no había hecho sino empezar, y parecía prometedora.

B. A.
(Ara, 2010)

 

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