Conversación en la residencia de ancianos de Getxo

Artículo publicado en el diario El País - Espacios electores

"Yo me siento internacional", afirma Alicia Aranaga con voz clara, y las siete personas que nos hemos reunido en la cafetería de la residencia de ancianos agradecemos que la conversación comience de una forma tan rotunda. Da la casualidad, además, de que justo en el momento de la declaración un golpe de sol ilumina los ventanales y el ambiente se vuelve más diáfano. "En tu caso es comprensible -le digo-. Con la vida que has tenido lo raro sería lo contrario". La chanza tiene su base, porque Alicia Aranaga, que ahora ronda los ochenta años, nació en Cuba y ha vivido en Argentina y en España. Ella sonríe y me corrige: "No me siento internacional por mi vida, sino por cercanía con los países que sufren tortura". Después me hace saber que durante muchos años fue activista del Partido Comunista, y que, efectivamente, las elecciones municipales le interesan, pero más, mucho más, las generales. En cualquier caso, siempre vota a las izquierdas.

María Luisa Caballero también vota a las izquierdas. A ella le marcó la guerra: "Me casé en 1937, a los 16 años, y nada más casarme tuve que salir de Bilbao con las tropas que iban de retirada". La posguerra tampoco fue fácil, con cinco hijos que alimentar y un marido enfermo. "Entonces no era como ahora. Había mucha pobreza --recuerda. Luego narra una anécdota tremenda-: Una vez fui con mi abuela a casa de una vecina a velar a un niño. ?¡Pobre desgraciada!?, suspiró mi abuela al salir. ?¡Pensar que le quedan cuatro clavos!?. Se refería a los otros cuatro hijos de aquella mujer. ¡Clavos les llamaba a los niños!". A pesar de todo lo padecido, María Luisa ríe con ganas. Dice que nunca ha disfrutado de la vida como ahora, y que sus 5 hijos son maravillosos.

Más triste que Alicia y María Luisa está Pepe Norato, que ha vivido toda su vida en Plencia, un pueblo en el que, como él mismo declara a media voz, es muy querido. "Aquí también es muy querido", informa enseguida Alicia, y todos asienten con la cabeza. Antes de ingresar en la residencia, él y su mujer acudían a ella como voluntarios. Pero luego su mujer murió, sumiendo a Pepe en una tristeza que no le deja vivir del todo y que le echa el pasado encima: el destino de uno de sus hermanos, muerto a los diecinueve años cuando luchaba con los batallones de Vizcaya; el padecimiento de sus otros hermanos, presos en un campo de concentración; el encarcelamiento de su padre; la detención de su hermana. "Yo era un niño, y me dedicaba a limpiar las calles del pueblo y a repartir telefonemas para sacar unas perras". La tristeza contagia, quizás, sus ideas políticas. Es el único del grupo que manifiesta la intención de no votar o de votar en blanco. "No sirve de nada. Todos son unos mangantes. Cuando dejan la política se hacen unos chalets de miedo".

Cándida Calvo, "Candi" para el personal de la Residencia, también está un poco triste. Y si no lo está más es porque se obliga, porque lucha. Dice haber sido muy feliz, primero en Galicia -"nací en un pueblo precioso, Pontedeume"-, luego en Santander y en el País Vasco. "Pero hace cinco años se murió mi marido, que era mi vida. Tenía 72 años. Fue como pasar del sol radiante a la noche oscura". Cuando habla de política sorprende a todos, porque se declara nacionalista vasca. "Si viviera en Galicia votaría a los nacionalistas de allí", aclara. Con todo, vuelve pronto a las reflexiones sobre su vida. Dice que se la complica ella sola, y que quizás se la haya complicado también a sus cinco hijos, que son muy buenos. "Con disciplina logro salir de la melancolía", afirma tras una pausa, y la antigua palabra, tan grata a los poetas, sale de sus labios con dulzura. Resulta difícil echar pie a tierra y volver al tema de las municipales.

Al lado de Cándida está Chema Tapia. Su relación con la política parece convencional. Dice haber votado "a todos los presidentes", y sobre todo a Suárez. Cuando le pregunto si hay algún alcalde de Getxo que le haya parecido bueno, cita a tres: "El marqués de Ibarra, Urrechua y Cirarda". Su vida, en cambio, poco tiene de convencional. Primero fue navegante, y anduvo por medio mundo. Luego se hizo numismático y puso una tienda de antigüedades en Algorta. "¿Tiene muchas monedas raras?", le pregunto. "Hombre, sí. De Calígula, de César...-responde él sin inmutarse. Y añade-: Pero las monedas más valiosas que tengo son las de cien pesetas de Alfonso XIII, las de oro". "Realmente, no me esperaba unas vidas tan distintas", confieso a todos antes de ponerme a escuchar a la última persona de la ronda, Ana Mari Cardoso.

"Yo tengo muy poco que contar -afirma Ana Mari. Su forma de expresarse es tan rotunda como la de Alicia-. He vivido siempre con mis padres. Al morir ellos, me vine aquí". Ana Mari nunca ha trabajado. Nunca se ha alejado de Bilbao. "He sido muy feliz -resume-. Como nací en el 37, no sufrí por la guerra. El que sufrió fue mi padre. Era carabinero, y le dieron a elegir: o guardia civil, o a la calle. Así que no le quedó otro remedio. Pero no le gustaba. El tricornio, sobre todo. Le daba vergüenza ponérselo, y lo solía llevar a la espalda.". A pesar de su somera trayectoria vital, Ana Mari da la impresión de que podría dirigir una factoría con mano firme. En las municipales, votará nacionalista.

Hay más residentes en la cafetería, más enfermeras con el aparato de tomar la tensión, más llamadas por los altavoces, y la reunión, la mesa redonda, se desbarata un poco. Me cuenta alguien que prefieren votar en los colegios antes que en la residencia "porque así nos sentimos más libres". Y que hubo un candidato a alcalde que pasó por allí regalando perfumeros. Cuando les pregunto sobre los cambios que desearían en el pueblo, responden que una escalera mecánica que les comunicara con el centro vendría bien.

Nada más levantarnos de la mesa, una anciana menuda aborda a Alain, el estudiante de medicina que me ha ayudado a organizar el encuentro. Le reprocha que ella no haya sido invitada. "Fui yo el que decidió llamar a Alicia -le interrumpo-. Leí el artículo que sobre ella escribió el periodista Julio Flor, y de ahí salió todo". "¿Alicia? -dice la anciana menuda con gesto displicente-. Esa ha viajado porque fue una evacuada. Pero yo he viajado más. He estado en Inglaterra, en Alemania y en Italia,". "¿Y cómo es que ha viajado tanto? ", le pregunto. "Porque soy de la familia de Franco", responde.

Las sorpresas se encadenan en esta residencia. Aún no he terminado de hablar con la anciana y ya baja Alicia de su habitación con una fotos que me quiere mostrar. Primera foto: la Pasionaria sentada en la cocina de un piso. Segunda foto: La Pasionaria, Solé Turá y la propia Alicia en la misma cocina. Alicia me explica: "Vinieron a Bilbao a dar un mitin, y Dolores y su secretaria se quedaron en mi piso de Santurce. ¡Fíjate cómo habría vivido aquella mujer que, al ver el piso, que era modesto, dijo: ¡Nunca he dormido en una casa tan elegante como ésta!".

Las fotos vuelven al sobre; afuera, luce el sol; recojo mis cosas y me dispongo a salir. Se me acerca Pepe Norato. "Yo le he contado poco -dice-. Pero hay cosas de las que no soy capaz de hablar, porque me emociono mucho". Alain le pasa la mano por el hombro. "¡Adiós!", digo en alto, pero los residentes que están en aquella zona no parecen tan animados como los participantes en la mesa redonda, y sólo Pepe me responde estrechándome la mano.

Bernardo Atxaga