El lado oscuro de la edad

El paseante que se desvía de sus quehaceres cotidianos y entra en un mercado oye enseguida el son de las ancianas que, llamándose Paquita, Maite o Manuela, corretean como ardillas con su comidita a cuestas. Pero el son apenas suena, más se parece a un rumor que a una melodía, y el paseante no repara en él hasta después de haberse dado una vuelta por los puestos y observar el verde de las lechugas, el rojo de las remolachas, el naranja de las naranjas, el ojo de los besugos, los dientes de la merluza, las costillas de los corderos, las orejas de los cerdos, el pan, la leche, los huevos, las aceitunas, los pepinillos, el pimentón. Entonces, después de ver tantas y tan diferentes cosas, una frase suelta se separa del resto del rumor y llega hasta sus oídos, y es efectivamente Paquita, una viuda de setenta y seis años que acaba de encontrarse con Maite y Manuela, ambas de setenta y cuatro: "Ya estoy aburrida, chicas", les dice suspirando, "llevo cuatro días con un dolor en la espalda, aquí, que no me deja ni moverme. Ayer me metí a la cama a las ocho, de lo mal que estaba. No tenía ganas ni de ver la televisión". Los oídos del paseante están ya abiertos, y nada le cuesta ya escuchar lo que Maite y Manuela responden a Paquita. Dice la primera: "No te preocupes, chica, porque con el invierno que nos ha caído encima lo raro es que no estemos todas en la cama. Yo misma llevo dos días con dolor de cabeza. Y lo malo es que no puedo tomar aspirinas. Me dejan el estómago hecho un asco". Y dice la segunda, Manuela: "Pues yo me encuentro bastante bien, gracias a Dios. Lo que me fastidia es lo del ascensor. Todavía no han venido arreglarlo, así que me paso el día subiendo y bajando escaleras". Y el rumor persiste, el son sigue sonando. Ahora vuelve a ser Paquita, que, olvidándose de sus propios males, se interesa por el dolor de cabeza de Maite: "¿También la aspirina efervescente con vitamina C te hace daño?", le dice, "¿Y con efferalgan^*? ¿Has probado con efferalgan?".

Animado por el juvenil tratamiento que las tres ancianas se dan mutuamente - no te preocupes, chica-, el paseante piensa en Antoinette, su vecina de los tiempos de París, una mujer que, con ochenta años cumplidos, acostumbraba a vestirse con trajes vaqueros y con camisas donde nunca faltaba el dibujo de una flor de lis o de una rosa. Y piensa también, en una segunda asociación, en lo que escribió Isaac B. Singer acerca de una señora que le visitó pidiéndole consejo en un asunto de amor: "Usted, señor Singer", le había dicho, "ve en mí a una mujer vieja con el pelo blanco y la piel arrugada. Pero yo no me siento así. Mi corazón no ha cambiado en los últimos sesenta años. Cuando muera, moriré joven". Pensamientos dispersos, verdades como puños: nadie se ve del todo viejo, nadie se asienta de buen grado en la vejez, todos se engañan. "O sea que usted quiere saber dónde hay una farmacia en este lugar", piensa el paseante recordando una conversación en una localidad cercana a Frankfurt, frecuente destino de jubilados y enfermos. "Pues no va a tener ninguna dificultad, amigo. El pueblo está repleto de farmacias. Lo que no va a encontrar tan fácil es una tienda de fotografía".

De un recuerdo a otro, de una idea a otra, el paseante va adentrándose de nuevo en el son, en el rumor del mercado. Ahora es Maite quien habla: "Mercedes sí que está mal. Porque nosotras, todo lo que quieras, viviremos solas y tendremos nuestros problemas, pero no tenemos que soportar los desprecios y los malos humores de los yernos". A lo que añade Manuela: "Debería ir a una residencia. Se lo he dicho mil veces. Que el dinero le sirva para algo, oye". La frase no cae en el vacío. Dos ancianas que acaban de unirse al grupo le recriminan el comentario: "Pero qué dices, Manuela. Hace ya tiempo que en las residencias se quedaron sin plazas. Estás pidiendo un imposible".

El paseante decide alejarse de Paquita, Maite, Manuela y el resto del grupo, y vuelve a observar -va camino de la puerta de salida- el rojo del pimentón, el verde de los pepinillos y las aceitunas, el blanco de los huevos y de las botellas de leche, el pan, las orejas de los cerdos, las costillas de los corderos, los afilados dientes de la merluza, el ojo de los besugos, las naranjas, las remolachas, las lechugas, y así, mientras camina piensa en unas palabras del pintor japonés Hokusai, el único texto que, a su entender, podría aliviar el dolor que se adivina en el núcleo de ese rumor, de ese son que él acaba de escuchar: "Desde la edad de 6 años tuve la manía de dibujar la forma de los objetos. A los 50 años había publicado infinidad de dibujos, pero todo lo que he producido antes de los 70 no vale nada. A los 73 aprendí un poco acerca de la verdadera estructura de la naturaleza. Cuando tenga 80, por consiguiente, habré progresado aún más; a los 90 penetraré en el misterio de las cosas; a los 100 habré alcanzado, ciertamente, una etapa maravillosa; y cuando tenga 110, todo lo que haga, ya sea un punto o una línea, estará vivo".

Ya está el paseante fuera del mercado. Sabe ahora que no se trata únicamente de un lugar donde se vende y compra comida; sabe que allí, entre los puestos, está el foro de las personas como Paquita, Maite y Manuela, el único lugar donde pueden hablar sin poner en riesgo su dignidad, sabiendo que van a ser escuchadas. Un último pensamiento acude a la mente del paseante antes de seguir su camino: "Si los mercados tuvieran chimenea, veríamos ascender hacia el cielo un humo a veces blanco a veces azul; el humo del rumor, del son, de las palabras de queja o de esperanza de estos nuevos desarraigados, de la gente que ya ha llegado al lado oscuro de la edad".

Bernardo Atxaga