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Las dos esculturas

17-01-2017  ¦  Bernardo Atxaga

A finales de la primavera de 1968 llegó a nuestro pueblo guipuzcoano la noticia de un hecho ocurrido a menos de cuatro kilómetros de distancia, en la zona del puente de Aduna. Una persona había resultado muerta de un tiro de pistola. Se formaron corrillos en la calle, y salieron a colación todos los actos violentos que habían tenido lugar en la zona, en especial durante la guerra: pero nadie supo tankera hartu, tomarle la traza al hecho.

Parte de la respuesta llegó unas horas después, cuando un centenar de guardias civiles apareció en el pueblo y empezó a patrullar por los montes. Una emisora de radio confirmó el suceso, y difundió la identidad de la persona asesinada. Se trataba de un guardia civil de la Agrupación de Tráfico, José Ángel Pardines Arcay, de 25 años. Casi de seguido, llegó la segunda noticia: el joven que le había disparado, Javier Echevarrieta Ortiz (a. “Txabi”) había muerto tras un tiroteo, también muy cerca, en el cruce de Bentaundi, a la salida de Tolosa.

Surgieron los bulos. Uno de ellos decía que el compañero de Echevarrieta, Iñaki Sarasketa, había sido atrapado y fusilado en Régil, otro pueblo cercano. Otro, en el mismo sentido, corregía el hecho: unos guardias habían querido fusilarle, pero el capitán que estaba al mando lo había impedido apelando a las creencias cristianas. El párroco de nuestro pueblo recogió la segunda versión el domingo siguiente, durante la misa: “El capitán actuó como quería Jesús, que siempre nos habla del perdón. ˝Ojo por ojo, diente por diente˝, dice la ley del talión, pero no es ésa la regla que debemos seguir nosotros”. Para entonces –después de un tercer bulo que hablaba del “maquis”– ya había surgido el nombre que, desde entonces, todos asocian al País Vasco: ETA. No llegó entre susurros y medias palabras, sino como firma de un panfleto en el que se calificaba a Echevarrieta de “víctima de la represión fascista” .

Tres meses después fui a estudiar a “Sarriko”, la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao. Aunque Echevarrieta había sido allí un estudiante destacado, apenas si había carteles con su efigie. Abundaban más los que hacían referencia a poetas comunistas como Miguel Hernández (“Juventud que no se atreve ni florece ni reluce, ni es sangre ni es juventud…”) o, más en general, a la ideología de los llamados “chinos”. Pero, fuera de la universidad, era otra cosa. En los mismos lugares de Guipúzcoa o de Vizcaya donde un año antes la gente se preguntaba sobre qué sería ETA, los jóvenes aprovechaban cualquier ambiente circunstancia entonar la canción de Mikel Laboa: “Egun da Santi Mamiña, benetan egun samiña..." “Día de san Mamés, día verdaderamente amargo, que el alto cielo guarde mi alma por mucho tiempo”. Pero no se cantaba exactamente así, tal como había salido de la pluma del poeta Gabriel Aresti. El día seguía siendo el de aquel san Mamés que nació en prisión, pero lo que el alto cielo debía guardar era el alma de “Txabi”, Etxeberrietaren arima.

Escribió Ernst Gombrich que “la facultad de crear mitos está latente en todos nosotros, y sólo aguarda ser despertada”. Así ocurrió con la figura de “Txabi”. Después de décadas de represión franquista, muchos vascos vieron en él al mártir, al Che Guevara vasco. Hubo más canciones, hubo poemas, flores en su tumba, homenajes. Mientras, nadie en aquel ambiente parecía acordarse de José Ángel Pardines Astray, un “chaval” que –como se supo luego por el testimonio de Iñaki Sarasketa– había sido muerto y rematado por Echevarrieta a traición. Ni siquiera era visto como símbolo de la opresión franquista, porque tal lugar correspondió enseguida a Melitón Manzanas, el torturador.

Jorge Oteiza, ya entonces un escultor famoso, fue el único que rompió aquel silencio. Sin restarle nada al mito (nunca dejó de tener un retrato de Echevarrieta en su estudio) declaró su intención de realizar dos esculturas, dos cruces. La primera se colocaría en Bentaundi, la segunda, en el puente de Aduna. Una por el militante; otra, por el guardia civil. Dicho...y hecho a medias. Se colocó la primera, y allí sigue, casi imposible de ver, en lo alto de un viejo muro; pero la segunda, no se llevó a cabo. Hay esculturas en los alrededores del puente de Aduna, pero ninguna de ellas está dedicada a Pardines.

Ahora que la historia que empezó con ellos está a punto de terminar y en todas partes se habla del relato que habría que hacer de lo ocurrido, quizás haya que volver la vista al puente de Aduna y a Bentaundi: restaurar la escultura dedicada a Echevarrieta, símbolo de una rebelión desesperada contra el dominio fascista, y crear y colocar al mismo tiempo la dedicada a Pardines, símbolo del sufrimiento causado por aquella rebeldía. Sería el punto final, el cierre del círculo; la señal de que vivimos en otros tiempos y de que aquella fue “otra historia”.

B.A.
(Ara, 2011)

 

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